Fotografía por: Sandra Sebastian
Texto por: Carolina Gamazo Aramendía
Fotografía por: Sandra Sebastian
Texto por: Carolina Gamazo Aramendía
Fotografía por: Sandra Sebastian
Texto por: Carolina Gamazo Aramendía
Faltan tres semanas –quizás menos– para que el bebé de Ana Tiul se convierta en cientos de pequeños estremecimientos dolorosos y quiera salir de su vientre. Será un grito o una docena. Y si todo sale de acuerdo al plan: será una larga espera con un buen final. Pero hoy en el centro de salud de Tamahú, en Alta Verapaz, a Ana le han dicho que hay un problema. Y la sentencia de los enfermeros fue contundente: el parto será complicado. “Yo no quiero que me corten”, dice ahora Ana Tiul, en poqomchi’, su idioma materno. Le explicaron que el niño, a lo largo de ocho meses de embarazo, ha sido travieso y ha dado vueltas de 180 grados dentro de su vientre y cuando falta menos de un mes para que nazca ha colocado sus nalgas bloqueando la única salida. “Saldrá de piecitos. Viene sentado”, le avisaron.
Por eso Ana, 23 años, con el vientre enorme y redondo, risueña, acompañada de su madre y su primera hija, ha llegado al casco urbano de Tamahú desde la aldea Santa Ana en busca de una comadrona. Los enfermeros le dijeron que nada pueden hacer por su caso más allá de una cesárea; los vecinos de su comunidad, en cambio, le han dicho que una comadrona puede arreglarlo todo. Y en este pueblo que marca una de las fronteras entre las etnias q’eqchi’ y poqomchi’, la clínica de la abuela Ilool (comadrona en poqomchi’) Thelma Max es conocida. Un lugar donde cada martes –día de mercado– hay mujeres a la espera de una revisión prenatal o de postparto. La clínica se llama Rukuwil Tinamit (salud del pueblo).
Ana pasa a consulta y no dice una sola palabra; quita la faja de su corte, se recuesta en una camilla y expone su vientre que parece una esfera cobriza palpitante. Bajo la luz de neón espera contemplando el cielo falso de la clínica. Thelma Max es pequeña, divertida, de gestos teatrales, tiene 44 años y 25 de ser comadrona, que significa haber perdido la cuenta de los cientos de niños que ha ayudado a traer al mundo, “todos vivos”, dice con orgullo. Ahora ella se alza de puntitas sobre los pies para poder alcanzar el vientre de la paciente en la camilla. Localiza su estetoscopio que parece una pequeña campana de bronce que luego presionará contra Ana y se pondrá atenta. “Busco el latido del corazón”, murmulla.
Primero abajo del ombligo y nada. Luego va más arriba en el vientre y detecta una pequeñísima frecuencia “pum-pum, pum-pum”. La posición del latido, comenta, confirma la complicación del parto. “El bebé está al revés”. Thelma Max entonces se frota un poco de aceite en sus manos morenas. Sopla y se prepara. “Sólo las comadronas más hábiles podemos hacer esto”, dice y frota una mano sobre la otra. “Los médicos del mundo occidental prohíben este método”, frota. “Según ellos con esto el bebé se puede quebrar”, frota.
“O el cordón umbilical se puede enredar en el cuello del pequeño”, frota. “Lo cierto es que hay que saber hacerlo. Tener el don”. Con una mano sobre la otra, la comadrona dibuja y realza la figura del feto en el vientre de Ana. Aparecen los rasgos de la cabeza redonda que sobresale como un bulto. Una breve protuberancia esboza una pequeñísima cadera. Thelma Max mueve, acomoda, palpa, empuja, frota, y poco a poco crea un movimiento circular dentro del útero, de abajo hacia arriba, y de arriba hacia abajo.
El bebé se deja llevar por el desplazamiento de las manos y finalmente se acomoda y da señales de protesta: pies-patadas, manos-manadas que sobresalen sobre la piel que recubre el abdomen de su madre hasta que se siente a gusto en su nuevo lugar. Luego de quince minutos de las maniobras de la comadrona ha quedado en posición, listo para nacer. –Ya no le cortarán cuando nazca– tranquiliza Thelma Max a su paciente. –¿Son muchos los embarazos de este tipo? – se cuestiona a la comadrona. –¿Podálicos, así? Bastantes. También hay niños que vienen atravesados. Esta mañana revisé tres casos similares.
Es mejor reacomodarlos a que las madres sean cortadas por cesárea. Los doctores solo cesárea y cesárea y cesárea quieren hacer– se queja. Ana ha cambiado de semblante y camina relajada, “con menos dolor”, dice mientras toca su vientre y se vuelve a vestir. “Será parto normal”, sonríe. Y ya hay otra paciente que busca una comadrona en la puerta de la clínica. *** En Guatemala la mayoría de partos son atendidos por comadronas. Niños que dan su primer respiro junto al esfuerzo y sudor de su madre en su propia casa, en su propia cama, y no en la frialdad de un centro o puesto de salud, mucho menos un hospital.
El Foro permanente ciudadano por la salud de los pueblos de Guatemala, un conglomerado de asociaciones que lucha por la pertinencia cultural dentro del sistema de salud oficial, contabilizó que un 70 por ciento de partos, en 2014, fue atendido por comadronas a nivel nacional. Es decir, nacer en casa es algo normal en muchas comunidades. “Los servicios públicos y privados son una alternativa y la primera opción son las abuelas Iyom (como las menciona en k’iche’ el Popol Vuh)”, explica Aura Cumes, doctora en Antropología. En el área rural, salvo complicaciones importantes, las mujeres prefieren la atención de una comadrona que ha aprendido el cuidado y atención de un embarazo y un parto por medio de las tradiciones y no de los libros académicos.
En los lugares más retirados, entre las montañas, donde no hay agua potable o electricidad, las comadronas son la voz de la sexualidad y la medicina (a veces atravesadas por una moralidad un tanto conservadora). Y si se pregunta, cualquier mujer sabrá dónde queda la casa de la comadrona que trabaja en su comunidad. Cada mujer embarazada tiene su comadrona. Y en esos parajes tan lejanos, según cifras proyectadas por el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) para el área rural, se darán casi un cuarto de millón de nacimientos en 2017. Y para cada uno habrá posibilidad de atención de una comadrona. *** Y aun así: “El Estado no ha logrado y no ha querido reconocer lo que hacemos.
Sin nosotras, las abuelas comadronas, el sistema de salud de Guatemala colapsaría. Y hoy enfrentamos el mayor de nuestros miedos. Nos quieren fuera. Nos quieren prohibir nuestro trabajo. Nosotras planteamos coordinación y ellos proponen asimilación y poco a poco desaparecer nuestra costumbre”. Micrófono en mano, quien habla es la abuela comadrona Graciela Velásquez. Es maya k’iche’, de Totonicapán, y representa legalmente a poco más de 12 mil comadronas guatemaltecas aglutinadas en el movimiento Nim Alaxik Mayab’ (Sabiduría Ancestral). Ahora mismo son cientos de comadronas las que escuchan sus palabras.
Un congreso nacional con mujeres procedentes de ocho departamentos. Todas, como explican los organizadores, han ayudado a traer vida en algún momento a esta Tierra. La misión de una comadrona es esa precisamente: recibir vida y todo lo que puede implicar esta metáfora. Pero no es tan sencillo, dice Velásquez. El Estado de Guatemala y la cooperación internacional tienen más de 40 años de intentar controlar el trabajo de las comadronas. “Una visión paternalista. Racista. De integrar sin respetar. Y tratar de desconocernos”. Velásquez, desde el escenario, es contundente. “Hemos sobrevivido y aún trabajamos en nuestras comunidades”.
No han podido contra ellas, contra el arraigo que ellas significan dentro de su cultura. Desde 1969 empezaron las capacitaciones por parte del MSPAS. “Imponer lo biomédico occidental y desvirtuar la tradición de los pueblos originarios. Sin pertinencia cultural”, reclama Velásquez. Capacitaciones que aún hoy se realizan una vez al mes en los puestos y centros de salud y que resultan vitales para que las comadronas de toda Guatemala puedan realizar su labor porque asistir involucra implícitamente la posibilidad de tener un carnet respaldado por MSPAS donde se acredita quién es y quién no es comadrona y con el cual pueden inscribir el nacimiento de un niño en el Registro Nacional de las Personas (Renap).
“Una comadrona nace no se hace. Nadie puede venir a decir quién es y quién no es comadrona”, exclama Velásquez y los aplausos rugen a su alrededor. Hay comadronas que caminan seis horas para llegar a su capacitación mensual que consiste, muchas lo dicen, explicar cosas que ya saben solo que con palabras más complicadas y rebuscadas que no dicen nada y que nadie comprende. Si faltan a tres capacitaciones, el carnet es recogido. La lógica es simple pero de una fuerza simbólica importante: sin carnet, para el Estado, las comadronas pierden de tajo todos sus conocimientos. ***
Faltan tres semanas –quizás menos– para que el bebé de Ana Tiul se convierta en cientos de pequeños estremecimientos dolorosos y quiera salir de su vientre. Será un grito o una docena. Y si todo sale de acuerdo al plan: será una larga espera con un buen final. Pero hoy en el centro de salud de Tamahú, en Alta Verapaz, a Ana le han dicho que hay un problema. Y la sentencia de los enfermeros fue contundente: el parto será complicado. “Yo no quiero que me corten”, dice ahora Ana Tiul, en poqomchi’, su idioma materno. Le explicaron que el niño, a lo largo de ocho meses de embarazo, ha sido travieso y ha dado vueltas de 180 grados dentro de su vientre y cuando falta menos de un mes para que nazca ha colocado sus nalgas bloqueando la única salida. “Saldrá de piecitos. Viene sentado”, le avisaron.
Por eso Ana, 23 años, con el vientre enorme y redondo, risueña, acompañada de su madre y su primera hija, ha llegado al casco urbano de Tamahú desde la aldea Santa Ana en busca de una comadrona. Los enfermeros le dijeron que nada pueden hacer por su caso más allá de una cesárea; los vecinos de su comunidad, en cambio, le han dicho que una comadrona puede arreglarlo todo. Y en este pueblo que marca una de las fronteras entre las etnias q’eqchi’ y poqomchi’, la clínica de la abuela Ilool (comadrona en poqomchi’) Thelma Max es conocida.
Un lugar donde cada martes –día de mercado– hay mujeres a la espera de una revisión prenatal o de postparto. La clínica se llama Rukuwil Tinamit (salud del pueblo). Ana pasa a consulta y no dice una sola palabra; quita la faja de su corte, se recuesta en una camilla y expone su vientre que parece una esfera cobriza palpitante. Bajo la luz de neón espera contemplando el cielo falso de la clínica. Thelma Max es pequeña, divertida, de gestos teatrales, tiene 44 años y 25 de ser comadrona, que significa haber perdido la cuenta de los cientos de niños que ha ayudado a traer al mundo, “todos vivos”, dice con orgullo. Ahora ella se alza de puntitas sobre los pies para poder alcanzar el vientre de la paciente en la camilla.
Localiza su estetoscopio que parece una pequeña campana de bronce que luego presionará contra Ana y se pondrá atenta. “Busco el latido del corazón”, murmulla. Primero abajo del ombligo y nada. Luego va más arriba en el vientre y detecta una pequeñísima frecuencia “pum-pum, pum-pum”. La posición del latido, comenta, confirma la complicación del parto. “El bebé está al revés”. Thelma Max entonces se frota un poco de aceite en sus manos morenas. Sopla y se prepara. “Sólo las comadronas más hábiles podemos hacer esto”, dice y frota una mano sobre la otra.
“Los médicos del mundo occidental prohíben este método”, frota. “Según ellos con esto el bebé se puede quebrar”, frota. “O el cordón umbilical se puede enredar en el cuello del pequeño”, frota. “Lo cierto es que hay que saber hacerlo. Tener el don”. Con una mano sobre la otra, la comadrona dibuja y realza la figura del feto en el vientre de Ana. Aparecen los rasgos de la cabeza redonda que sobresale como un bulto. Una breve protuberancia esboza una pequeñísima cadera. Thelma Max mueve, acomoda, palpa, empuja, frota, y poco a poco crea un movimiento circular dentro del útero, de abajo hacia arriba, y de arriba hacia abajo.
El bebé se deja llevar por el desplazamiento de las manos y finalmente se acomoda y da señales de protesta: pies-patadas, manos-manadas que sobresalen sobre la piel que recubre el abdomen de su madre hasta que se siente a gusto en su nuevo lugar. Luego de quince minutos de las maniobras de la comadrona ha quedado en posición, listo para nacer. –Ya no le cortarán cuando nazca– tranquiliza Thelma Max a su paciente. –¿Son muchos los embarazos de este tipo? – se cuestiona a la comadrona. –¿Podálicos, así? Bastantes. También hay niños que vienen atravesados. Esta mañana revisé tres casos similares. Es mejor reacomodarlos a que las madres sean cortadas por cesárea. Los doctores solo cesárea y cesárea y cesárea quieren hacer– se queja. Ana ha cambiado de semblante y camina relajada, “con menos dolor”, dice mientras toca su vientre y se vuelve a vestir. “Será parto normal”, sonríe. Y ya hay otra paciente que busca una comadrona en la puerta de la clínica. *** En Guatemala la mayoría de partos son atendidos por comadronas. Niños que dan su primer respiro junto al esfuerzo y sudor de su madre en su propia casa, en su propia cama, y no en la frialdad de un centro o puesto de salud, mucho menos un hospital. El Foro permanente ciudadano por la salud de los pueblos de Guatemala, un conglomerado de asociaciones que lucha por la pertinencia cultural dentro del sistema de salud oficial, contabilizó que un 70 por ciento de partos, en 2014, fue atendido por comadronas a nivel nacional. Es decir, nacer en casa es algo normal en muchas comunidades. “Los servicios públicos y privados son una alternativa y la primera opción son las abuelas Iyom (como las menciona en k’iche’ el Popol Vuh)”, explica Aura Cumes, doctora en Antropología. En el área rural, salvo complicaciones importantes, las mujeres prefieren la atención de una comadrona que ha aprendido el cuidado y atención de un embarazo y un parto por medio de las tradiciones y no de los libros académicos. En los lugares más retirados, entre las montañas, donde no hay agua potable o electricidad, las comadronas son la voz de la sexualidad y la medicina (a veces atravesadas por una moralidad un tanto conservadora). Y si se pregunta, cualquier mujer sabrá dónde queda la casa de la comadrona que trabaja en su comunidad. Cada mujer embarazada tiene su comadrona. Y en esos parajes tan lejanos, según cifras proyectadas por el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) para el área rural, se darán casi un cuarto de millón de nacimientos en 2017. Y para cada uno habrá posibilidad de atención de una comadrona. *** Y aun así: “El Estado no ha logrado y no ha querido reconocer lo que hacemos. Sin nosotras, las abuelas comadronas, el sistema de salud de Guatemala colapsaría. Y hoy enfrentamos el mayor de nuestros miedos. Nos quieren fuera. Nos quieren prohibir nuestro trabajo. Nosotras planteamos coordinación y ellos proponen asimilación y poco a poco desaparecer nuestra costumbre”. Micrófono en mano, quien habla es la abuela comadrona Graciela Velásquez. Es maya k’iche’, de Totonicapán, y representa legalmente a poco más de 12 mil comadronas guatemaltecas aglutinadas en el movimiento Nim Alaxik Mayab’ (Sabiduría Ancestral). Ahora mismo son cientos de comadronas las que escuchan sus palabras. Un congreso nacional con mujeres procedentes de ocho departamentos. Todas, como explican los organizadores, han ayudado a traer vida en algún momento a esta Tierra. La misión de una comadrona es esa precisamente: recibir vida y todo lo que puede implicar esta metáfora. Pero no es tan sencillo, dice Velásquez. El Estado de Guatemala y la cooperación internacional tienen más de 40 años de intentar controlar el trabajo de las comadronas. “Una visión paternalista. Racista. De integrar sin respetar. Y tratar de desconocernos”. Velásquez, desde el escenario, es contundente. “Hemos sobrevivido y aún trabajamos en nuestras comunidades”. No han podido contra ellas, contra el arraigo que ellas significan dentro de su cultura. Desde 1969 empezaron las capacitaciones por parte del MSPAS. “Imponer lo biomédico occidental y desvirtuar la tradición de los pueblos originarios. Sin pertinencia cultural”, reclama Velásquez. Capacitaciones que aún hoy se realizan una vez al mes en los puestos y centros de salud y que resultan vitales para que las comadronas de toda Guatemala puedan realizar su labor porque asistir involucra implícitamente la posibilidad de tener un carnet respaldado por MSPAS donde se acredita quién es y quién no es comadrona y con el cual pueden inscribir el nacimiento de un niño en el Registro Nacional de las Personas (Renap). “Una comadrona nace no se hace. Nadie puede venir a decir quién es y quién no es comadrona”, exclama Velásquez y los aplausos rugen a su alrededor. Hay comadronas que caminan seis horas para llegar a su capacitación mensual que consiste, muchas lo dicen, explicar cosas que ya saben solo que con palabras más complicadas y rebuscadas que no dicen nada y que nadie comprende. Si faltan a tres capacitaciones, el carnet es recogido. La lógica es simple pero de una fuerza simbólica importante: sin carnet, para el Estado, las comadronas pierden de tajo todos sus conocimientos. ***
«El periodismo consiste esencialmente en decir "Lord Jones ha muerto" a gente que no sabía que Lord Jones existía».
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