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Iglesia y deshuesadero Jireh

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Ha recordado que gracias al presidente electo y sus acciones, una ley reciente le permite, como pastor, no reportar de dónde viene su dinero, ni que lo auditen, ni que le pidan cuentas. ¡Filipenses 4:19! se dice.

La vida ha tratado muy bien al pastor Yefri. Por lo menos una vez al mes, frente a su congregación, cuenta cómo La palabra lo llamó de muy niño, cuando acompañaba a su madre a vender sus cositas, por la boca de un predicador ambulante y cómo había decidido dedicar su vida al Señor.

Lo más impresionante es que es verdad. Desde chiquito a Yefri se le notaba lo pícaro. En el mercado en que su mamá vendía verduras era conocido por mañoso, por quedarse con los vueltos y porque doña Chonita a cada rato le sonaba al patojo bandido porque por su culpa solo los incautos llegaban a comprarle. En esa venta había conocido al hombre por el que había decidido dedicarse al Señor. Al Señor dinero, claro. El predicador era un hombrecito permanentemente embravecido, con un saco negro que de tan usado se había puesto gris, un pantalón dos tallas más grande que se hacía de su diámetro por la pura fuerza del cincho que siempre estaba a un hilito de romperse, un sombrero remendado del fondo, unos zapatos que olían a media cuadra de distancia,  un megáfono que siempre estaba a medio encender, a medio fundirse y una biblia con las letras doradas a medio borrar de tanto sobarla eran todo su equipo. Se pasaba el día vociferando maldiciones y orando por la salvación de la humanidad que, decía él, estaba condenada. De vez en cuando pedía que vieran la hora que era y él no había comido y sin faltar, alguien le dejaba algún pan, algún chuchito, algún atol. Yefri lo veía todo el día poniendo un pie sobre otro del cansancio, maravillado. La verdad, a Yefri no le importaba si se iba al infierno. Lo que lo tenía nervioso era el sombrero. Todo el día veía señoras dejándole unas monedas o, con algo de suerte, billetes. Y sin embargo, siempre que lo miraba, el sombrero parecía casi vacío. Así que decidió descubrir el truco. En cinco días ya se sabía la rutina. Cada media hora el predicador vaciaba su sombrero para que pareciera que no había recibido casi nada. Cuando recibía comida, agradecía primero a Dios, luego a quien le daba los sagrados alimentos, y casi siempre, sacaba una moneda extra por esa oración especial para el buen samaritano.

Cómo le brillaban los ojos a Yefri. Eso era la vida. Convencer a la gente de que le regalara su dinero. Así que se decidió. Sería un hombre de fe. En su casa solo había un libro. Un nuevo testamento que habían pasado dejando por su casa los misioneros. Con eso tendría que empezar. Lo leyó y releyó hasta el cansancio. Se lo llevaba al puesto de verduras y pronto su fama de patojo jodido cambió a «ay el Yefri como se puso de chulo saber qué jocote le cayó en la cabeza pero cuídelo mucho, doña Chonita que ya no salen muchachitos así.»

Se olvidó del mundo. De sus canciones, sus diversiones, de la gente de su edad y se concentró en su misión. Y le funcionó. Hay que ver lo que jala un patojito ungido. Rápido se convirtió en el pastor Yefri. Entre los vendedores del mercado que lo escucharon embelesados por años logró reunir pequeños grupos para reunirse los fines de semana y, luego de asegurar el consabido diezmo y convencer a la más bonita sierva con el viejo discurso de que el Señor le había dicho en un sueño que estarían juntos, con el fruto de su esfuerzo logró que una viejita vendedora de pollo que vivía cerca le prestara su garaje para hacer el culto. Un mes después, cuando se casó, también consiguió que le prestara un par de cuartos en el mismo primer nivel donde felizmente los meses se hicieron años, los besos, hijitos y cada centavo ganado con el sudor de la frente de los fieles entró directo a la cuenta del sueño del pastor: Una iglesiona mitad su casa mitad una galera gigantesca a la que la gente acude los martes, jueves, viernes y sábados de seis a ocho de la noche y los domingos de nueve a doce del mediodía. Si quisiera, allí tendría para que sus hijos, que ya son tres, vivieran plácidamente el resto de su vida. Es una pena que el pastor Yefri nunca se conforme.

Rigurosamente salen sus siervos a las ocho de la noche. Si salieran a las ocho y media, se toparían de frente con los carros que desde hace un año, entran a la galera de vez en cuando, recién robados y salen en partes, calentitos para su reventa en talleres de la periferia. Pistea a la subestación de la policía del área, así que nadie lo molesta nunca cuando en altas horas de la noche se escucha el «rach rach, pam pam, jueputa me di en el dedo, pieza cerota no sale, jefe», ni le preguntan qué tanto hace.  Aunque a veces ha pasado que, mientras danzan y alaban, más de una señora se ha resbalado en una sospechosa mancha de aceite a medio pasillo que los deja pensando si no será cierto que… pero no dicen nada. Es a Dios a quien le corresponde juzgar.

«En esa venta había conocido al hombre por el que había decidido dedicarse al Señor. Al Señor dinero, claro.».


Además, todo el mundo sabe que el pastor es un aficionado a los carros. A cada rato el salmo 68:17 aparece en su prédica diciendo «Los carros de Dios son miríadas, millares y millares, el señor está entre ellos en Santidad, como en el Sinaí».  Así que nadie le pregunta, nadie le reclama, nadie realmente dentro de su comunidad le tiene recelo.

El pastor Yefri se siente muy satisfecho. Sabe que eso se lo debe a lo intachable que es su personaje. Se ha vuelto un líder y le encanta. Si alguien tiene algún problema con su esposa, acude a don Yefri. Si no está viniendo el agua, si cualquiera siente tristeza en su corazón, si alguien tiene una herida que no sana o una hija rebelde, allí está el pastor Yefri.

Nadie se fija en su esposa que siempre parece morirse de miedo por no verlo como a él le gusta, en los hijos chiquitos, siempre afligidos, sentaditos rectos, sin hablarle a nadie, que con esa gente uno no se junta, menos con la hija más grande, que nada más cumplió los dieciocho y se fue de la casa, malagradecida, y dicen que ahora alquila unos cuartos con la única amiga que sabe que el fulano pastor Yefri es un mierda.

Aun así, se asombró cuando el comité de un partido político lo buscó hace unos años, para ver las intenciones de votos de la congregación. Y él, que vio otra oportunidad de negocio, se hizo el rogado, tuvo reuniones con concejales, directivos e incluso pidió hablar con un candidato a diputado. Y los del partido, que saben que esos son votos seguros, que las posibilidades de limpiar el pisto son infinitas y que la buena voluntad de un rebaño embrutecido guiado por un amante del Señor no se debe desperdiciar, no lo dudaron y le dieron todo lo que quiso, y conforme fueron pasando las semanas, el pastor fue metiendo su casaquita de a poquitos, que tal diputado merecía la atención. Que había que fijarse que este candidato a presidente era un hombre temeroso del Señor. Y con cada sermón, convertía poco a poco a sus adeptos en votantes férreos, tanto así que después de leer Isaías 66:20, que decía que «Entonces traerán a todos vuestros hermanos de todas las naciones como ofrenda al Señor, en caballos, en carros, en literas, en mulos y en camellos a mi santo Monte, tal como los hijos de Israel traen su ofrenda del grano en vasijas limpias a la casa del Señor» decidieron alquilar el mismo bus con el que se iban a los retiros para ir a votar,  cumpliendo al pie de la letra los designios divinos y ofrendando su voto al de arriba.

Cuando el conteo de votos cerró y el presidente electo resultó ser el candidato con la fe más expuesta, poco se asombraron del carrazo que estrenó el pastor después de la toma de posesión. Saben que así funciona Dios, que dice en el Salmo 65:11 «Tú has coronado el año con tus bienes y tus huellas destilan grosura», así que bien ganado se lo tenía.

Además, no por nada la iglesia se llama Jireh. Miles de veces Yefri vio tiendas, abarroterías y hasta pinchazos con el mismo nombre y luego supo que significaba El Señor es mi proveedor y nadie duda de que así sea.

Como decía, la vida hasta ahora ha tratado bien al pastor Yefri. Pero hoy, desarmando el picopón que le llevaron los muchachos, ha encontrado unos paquetes blancos fuertemente sellados, amarrados, envueltos. Ellos, los trabajadores, se han asustado y no han visto el brillo que, saliendo de los ojos del pastor, ha iluminado la galerona.  En unos segundos ha hecho cálculos, pensado en los barquillos plásticos que salen en las noticias de decomiso que por el momento no sabe cómo se llaman, ha pensado en quién de sus amigos sabrá algo del negocio de la venta al menudeo, como en sus tiempos de vendedor de verduras y se ha frotado los bigotes. Ha recordado que gracias al presidente electo y sus acciones, una ley reciente le permite, como pastor, no reportar de dónde viene su dinero, ni que lo auditen, ni que le pidan cuentas. En fin. El paraíso del lavado, secado y limpieza profunda de dinero fresco.

¡Filipenses 4:19! se dice, agarrando celosamente los paquetes, mientras sueña con otra iglesia, más grande. «Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús», se repite, con el pecho henchido, pensando si así conseguirían sus templos los otros pastores, los que ve llenos de joyas, de autos nuevos, de esposas brillantes y de hijos pulcros como campos de algodón. Tal vez ahora se construya un domo y un sótano para sus paquetes. La vida del pastor Yefri con la bendición del Señor (presidente) apenas está empezando.