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Todos tienen una historia personal con el Norte

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Centroamérica sigue expulsando a su gente. Pese al aumento en las restricciones  de movilidad como consecuencia de la pandemia, el endurecimiento de las medidas migratorias de los países y las carencias económicas las personas siguen moviéndose. Está es una instantánea de ese movimiento.


“El acta de la independencia de Centroamérica se firmó aquí el 15 de septiembre de 1821”. Dice una plaqueta en un extremo del Parque Centenario, entre la Sexta y Séptima Avenida de la zona 1 de la Ciudad de Guatemala. Este parque, al costado de la Plaza de la Constitución, ha sido durante años una parada intermitente para migrantes salvadoreños y hondureños en su paso por Guatemala. Bancas de cemento, la sombra de algunas palmeras, arriates con césped donde descansar. 

Se trata de un sitio donde pasar algunas horas o dormir alguna noche antes de seguir la ruta para algunos migrantes o personas que viven en la calle. Todos los que transitamos por esta zona lo sabemos, pero es algo tan común que decidimos ignorarlo. 

Un martes cualquiera de diciembre me detengo en este parque, observo: una pareja de motociclistas abrazándose con los cascos puestos, un par de hombres con cartucheras bajo las axilas (probablemente agentes de SAAS) lustrándose los zapatos con un anciano, entre los arriates una pareja de jóvenes sobre una toalla, otros cuatro veinteañeros sentados y con las mochilas entre las piernas. Me acerco a estos últimos, les digo que soy periodista y les pregunto si van al norte. Nadie quiere hablar, “después dicen que venimos a quemar buses” bromea uno de ellos, tal vez el más joven. 

¿Alguien estuvo aquí hace unas semanas cuando quemaron un bus?, les pregunto. “Salió en las noticias de allá” dice el mismo chico de antes con acento hondureño, sudadera gris y camiseta del Paris Saint Germain debajo. Hace un par de semanas, en medio de una manifestación pacífica contra el gobierno del presidente Alejandro Giammattei, un grupo sin identificar apareció ocupando un autobús del Transurbano y le prendió fuego a unos metros de donde ahora nos encontramos.  

Me quedo otro rato en la banca, del césped sale un leve olor a orina. A unos veinte metros la gente circula saliendo o dirigiéndose a la Sexta Avenida con bolsas de compras, en bicicleta, con alguna caja de zapatos o vendiendo cargadores para celular. Parece un diciembre cualquiera, salvó por las mascarillas. 

La chica de la pareja recostada en la grama lava las mascarillas de ambos con una bolsa de agua en el arriate. Pruebo otra vez: ¿van para el norte?, ¿de dónde son?, ¿les gustaría hablar un poco? 

-Sí, vamos para allá, pero es mejor no decir mucho. Somos de Honduras. Venimos por Agua Caliente, dice ella.

-Ah, ¿pasaron por Chiquimula?, yo soy de por allá, les digo tratando de empatizar un poco. 

-Sí, usted es de allá igual sabe por qué la gente agarra camino. Me dice su pareja, levantándose de la toalla, y me pide que los deje tranquilos. 

«Migrar, moverse, vencer la inercia que te ata a una aldea, pueblo, ciudad, país y moverte a dónde haya alguna oportunidad de cambio. Por la violencia de la pobreza o por la violencia que te mata». 


Me quedo otro rato sentado con los chicos de las mochilas viendo a la gente pasar.  Uno de ellos tiene datos en su teléfono y chatea por Facebook. La gente continúa con el trajín de las compras, un par de policías pasan en bicicleta cerca. Somos invisibles, todos siguen con su rutina por la calle. En el fondo el chico del arriate tiene razón. Pregunto por cosas que ya sé. Todos tenemos una historia personal con el Norte, tengo dos primos que no he visto en años y que tomaron ese camino, en el pueblo donde crecí mi madre llevaba el papeleo de un instituto por cooperativa y uno de cada 10 certificados de nacimiento que pasaban por sus manos eran de nacidos en Estados Unidos. Ya había una generación que había hecho el viaje y que había enviado a sus hijos de regreso al pueblo para que los criaran sus madres, tíos o abuelos.

¿Hace falta decir qué, pese al aumento de las restricciones en la migración a causa de la pandemia, tan solo en 2020 se detuvieron en Estados Unidos a 10,905 “unidades familiares” de guatemaltecos, es decir, personas acompañadas por un menor de 18 años, en la frontera Suroeste de ese país tratando de cruzar de manera irregular?, un número incluso un poco superior a las 10,485 “unidades familiares” de hondureños.

Migrar, moverse, vencer la inercia que te ata a una aldea, pueblo, ciudad, país y moverte a dónde haya alguna oportunidad de cambio. Por la violencia de la pobreza o por la violencia que te mata. El chico de la camisa del Paris Saint Germain se llama Roberto Carlos, nombre de futbolista brasileño le digo. “Sí, eso” me responde, “he visto sus tiros libres en videos”. Viene del departamento de Copán y tiene 19 años, es su segundo intento de cruzar Guatemala. Lo impulsa el hartazgo, estudió hasta la secundaria y se ha buscado la vida desde vendiendo llaveros para turistas hasta de mototaxista, no le interesa la política, su resumen del país es: en las ciudades hay mucha violencia, en el campo no hay trabajo, la salida es irse a la mierda.

La última vez que estuvo en este parque, el año pasado, había 15 o 20 personas más a su lado, dice, sin formar parte de ningún grupo o caravana terminaban reunidos acá. Un alto en el camino. 

Hace poco más de dos meses, el 30 de septiembre, la primera caravana de migrantes hondureños en plena pandemia cruzó la frontera del Corinto, entre Guatemala y Honduras. Al día siguiente el presidente Giammattei declaraba el estado de prevención en seis departamentos. Alrededor de 3  mil 500 hondureños fueron repatriados en camiones del Ejército en los siguientes días. Pero los intentos de atajarlos no se quedaron en la frontera.

El 5 de octubre, en este mismo Parque Centenario, bajo el argumento de que circulaban denuncias en redes sociales de asaltos en la Zona 1, la policía realizó un operativo. El entonces viceministro, y hoy ministro de Gobernación, Gendri Reyes, decía a las cámaras entonces: 

“Se coordinó con el Instituto Guatemalteco de Migración para que se proceda a retornar a sus países de origen a estas personas que de forma irregular están dentro del país, ellos no han pasado ningún control en ninguna aduana ni frontera autorizada, previo a identificar si tienen con la Interpol algún proceso pendiente en sus naciones” dijo Reyes.

Migrantes parque Centenario
Migrantes detenidos y repatriados durante una redada en el Parque Centenario, Ciudad de Guatemala. Foto: PNC Guatemala.

Ese día, del otro lado de la calle, recuerdo ir cruzando con unas bolsas de compras del supermercado y ver varias patrullas, agentes y un bus estacionado. No alcancé a ver al entonces viceministro, pero sí a un oficial siendo entrevistado por otros periodistas. Al escribir estas líneas encuentro sus declaraciones en las cuentas de la PNC, se trataba del subdirector general de operaciones, Erick Tórtola, quien le decía a los medios que habían detenido a 26 extranjeros entre hondureños, salvadoreños, nicaragüenses y panameños, que procederían con su repatriación y que los consideraban “presuntos responsable de asaltos a ciudadanos en el Parque Central”. 

Operativos de “prevención” para identificar “a las personas que se encuentran en el Parque Central” colocaban en la cuenta de Twitter de la PNC. Otra forma de llamarle a las redadas de migrantes. 

Más de dos meses después de aquellas redadas en el Parque Centenario me encuentro de nuevo aquí. Es una mañana de diciembre inusualmente calurosa y cada tanto veo a la gente quitarse la mascarilla para respirar. Le cuento a Roberto Carlos lo de los operativos de la policía, no parece preocuparle, cerca de nosotros, en la hora que he estado sentado por acá, ya han pasado una pareja de policías a pie y otro par en bicicletas. “Pues acá no nos han molestado” me dice. “Pero cuando uno se acerca a la frontera la cosa se pone más difícil”. 

De momento este pequeño grupo, que no es grupo, se confunde con los vendedores ambulantes que se sientan a unos metros y abren sus mochilas para sacar sus ventas, o la mujer con bolsa rosada, acompañada por una adolescente refunfuñona, que pregunta dónde queda el Juzgado de Familia, o con el par de chicos que hacen malabares a unas cuadras de acá y que se han sentado un rato bajo la sombra.  De momento son invisibles, hasta que la próxima crisis, superpuesta a otras crisis, amerite volver a poner a la Policía o al Ejército a repatriarlos.