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La guardia blanca

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EL doctor José León González trabaja ateniendo a enfermos de Covid-19 en un hospital de Ciudad de Guatemala. Por miedo a represalias no puede identificar el centro hospitalario y de hecho su nombre es un pseudónimo. A partir de este domingo, nos contará su experiencias y reflexiones en este diario. Para él es un desahogo, para nosotros una posibilidad de acercarnos a lo que está viviendo el personal médico.


El blanco siempre ha sido el color de los médicos. Los estudiantes de medicina, de cuerpo completo o solo en la bata, dejan ver a través de la blancura su juventud, sus ganas de aprender y de terminar de criarse en un medio hostil para la educación ─como tantas cosas en Guatemala─ mientras reafirman la promesa de aprender sobre el proceso-salud enfermedad a cambio de ofrecer alguna cura al enfermo, o al menos alivio.

Hoy el blanco se ha tragado a todo el personal, dentro y fuera del hospital: de los pies a la cabeza, apenas dejando un espacio para el rostro ─que será cubierto por gafas, mascarilla y careta─, el trabajador médico es un costal de polipropileno blanco. Es un blanco distinto: a este le falta oxígeno, le pesa la fatiga y le sobra el miedo, y con esa mezcla debe inflar los pulmones y llenar de valor las tripas para entrar a las áreas de pacientes críticos. Este blanco no promete: asfixia, duele y mata. 

El color borra las diferencias entre los trabajadores de salud e impide reconocernos. Médicos, enfermeros, técnicos de laboratorio o de rayos X y personal de limpieza lo usamos por igual. Hay quien lo lleva fuera de las áreas indicadas, un poco por desinformación y otro poco por ostentación, y lo utiliza con el rostro descubierto, solo por si acaso. Otros, en los sitios indicados, lo complementan con máscaras como hocico de pulpo, gafas de mosca y careta de plástico. Es un blanco que no entiende razones, que no escucha y no se deja escuchar. El discurso del compañero no llega a los oídos y tampoco se puede apoyar en la lectura de los labios. Bajo varias capas, hay que gritar para darse a entender, y con frecuencia se debe repetir el mensaje dos o hasta tres veces pues la voz se ahoga bajo las mascarillas, sumando la fatiga vocal a la física y a la mental.

El blanco reina también en las áreas de emergencia, que no dejan de recibir ambulancias con enfermos con habla entrecortada, tos incontrolable y fatiga respiratoria, fatal muchas veces. Lo mismo en la morgue, que ya no es territorio negro sino del opuesto.   El lapso de seis horas en las que debe enterrarse un cuerpo fallecido por causa del virus se torna imposible de cumplir.  El volumen de muertos, el papeleo que conlleva cada uno, la dificultad para saber si los que mueren en la puerta del hospital son positivos o negativos, y la fila de carros fúnebres que esperan por recoger cuerpos, hacen que sea un trámite complicado, donde el plazo se cumple en muy pocos casos.